lunes, 30 de diciembre de 2013

2013-2014

Artículo publicado en La República, domingo 29 de diciembre de 2013

El 31 de marzo decía que este año que termina iba a resultar “corto”: empezó tarde, porque la dinámica de finales de 2012 se extendió hasta marzo, marcada por el aumento en la aprobación a la gestión presidencial iniciada en julio de 2012, con la llegada de Juan Jiménez a la Presidencia del Consejo de Ministros, y la atención puesta en la iniciativa de revocatoria de la alcaldesa y del Consejo Municipal en Lima. Y terminó temprano, digamos que a finales de octubre, con la designación de César Villanueva como reemplazo de Jiménez, decisión que cobra sentido pensando que hasta octubre de 2014 el escenario regional y local estará muy movido por las elecciones en esos ámbitos.

En marzo pensaba que este podría haber sido un buen año para el gobierno, considerando que iba a ser corto, y que este podría haber explotado la continuidad de la dinámica de crecimiento económico y una mayor visibilidad de iniciativas en áreas sociales. Como sabemos, el año terminó siendo muy malo: mientras que en marzo un 53% de los encuestados aprobaba la gestión del presidente, en octubre solo un 26% lo hacía; en diciembre, según IPSOS, este número llegó a 29%. Es pertinente recordar que en diciembre de 2003 apenas un 11% aprobaba la gestión de Toledo, y que en diciembre de 2008 un 25% de encuestados aprobaba la gestión de García.

El hecho de que la economía haya crecido por encima del 5% este año y las consideraciones esbozadas arriba apuntan a que las razones de la caída en la aprobación a la gestión del presidente Humala están en complicaciones, innecesarias, añadiría yo, generadas por un mal manejo político. Durante gran parte del año las especulaciones en torno a la candidatura presidencial de Nadine Heredia desgastaron al gobierno, así como un manejo un tanto politizado de la Comisión Investigadora de probables casos de corrupción durante el último gobierno de Alan García; a esto hay que sumar la decisión de negar el indulto a Alberto Fujimori recién en junio. El resultado fue que se activó y dio munición a la acción de la oposición, generándose un clima de confrontación política que creó una sensación de pérdida de control y desgobierno. Por ello en agosto el Presidente del Consejo de Ministros debió convocar a una diálogo nacional, torpedeado inexplicablemente por el propio Presidente de la República. Las posibilidades inmediatas de recuperación política del gobierno están en alejar ese clima de confrontación y volver a generar la percepción de que se está invirtiendo el tiempo en “trabajar” y no en pelearse con la oposición.

La experiencia previa de los gobiernos de Toledo y García sugiere que el tercer año de gobierno se caracteriza por la detención de una tendencia declinante, y una estabilización en un nivel bajo. Pienso que lo más probable es que esa tendencia se repita. Después de julio la dinámica estará muy marcada por las elecciones regionales y municipales de octubre, con lo cual podría decirse que terminará el año que empezó en octubre pasado.

lunes, 23 de diciembre de 2013

Navidad

Artículo publicado en La República, domingo 22 de diciembre de 2013

Hace unos días se comentaba que Uruguay (“modesto pero audaz, liberal y amante de la diversión"), había sido elegido “país del año” por la revista The Economist. Se resaltó la implementación de “reformas pioneras”, como la legalización del matrimonio homosexual y de la producción, venta y consumo de marihuana, que podrían beneficiar al mundo entero en caso de ser emuladas, así como el liderazgo de su presidente. A propósito, cabe recordar que en ese país el 24 de diciembre no se celebra oficialmente la navidad, sino el “día de la familia”. Como Estado laico, la Semana Santa se asume como Semana de Turismo, la Inmaculada Concepción como Día de las Playas, por ejemplo. Si bien alrededor de la mitad de los uruguayos se define como católicos, el Estado tiene una fuerte definición como laico, y eso marca la personalidad del país.

En Perú la relación entre el Estado y la iglesia católica se define por la Constitución como una de “independencia y autonomía”, pero donde se reconoce la importancia de esta y se establece que aquel “le presta su colaboración”. En nuestro medio suele haber cierto consenso en que los símbolos religiosos deberían estar ausentes en ceremonias oficiales, pero no se ha cuestionado mayormente que la navidad sea el eje de las celebraciones de fin de año. Recordemos que durante la dictadura de Velasco, y bajo el influjo de una ambiciosa reforma educativa, el gobierno intentó censurar manifestaciones “foráneas” de la navidad (Santa Claus, renos, y demás simbología de Europa septentrional) y promover una celebración católica “peruanizada”, representada emblemáticamente en el nacimiento del “niño manuelito”. Al mismo tiempo, la imagen del niño en el pesebre iba mejor con la austeridad que se preconizaba en situaciones de crisis, relegando al nórdico Santa Claus, que calza mejor con el carácter comercial de la festividad, y también, curiosamente, con su dimensión más laica, a pasar de lo inadecuado de su atuendo para el hemisferio sur.

En los últimos años, vivimos un ambiente en el que la revalorización de “lo peruano” gana cada vez más audiencia. En estas fiestas, esto acaso queda representado con el arbol navideño con motivos andinos propuesto por la Municipalidad de Lima que se luce en la Plaza Mayor. Pero se extrañan más ideas y propuestas sobre cómo los peruanos hemos de celebrar la navidad. ¿Resaltamos lo laico o lo católico? ¿Lo familiar (y el rito de la entrega de regalos) o lo religioso? En medio del “boom” gastronómico” y del nuevo discurso identitario con el que suele ir acompañado, no hemos visto una discusión sobre cómo redefinir la “tradicional” cena navideña hacia un menú más acorde al inicio del verano y a los productos de estación. Tampoco la asociación, acaso más bien limeña, entre la celebración de la navidad y del año nuevo, y el peligroso y letal despliegue individualista de fuegos pirotécnicos. Tal vez esta afición debería ser asumida por los municipios distritales, prohibiéndosela a los particulares.

Outsiders y partidos

Artículo publicado en La República, domingo 15 de diciembre de 2013.

En los últimos días se especula sobre la aparición de algún outsider que se convierta en candidato con posibilidades de ganar la presidencia en 2016. Estas elucubraciones ganan terreno en un contexto en el que los candidatos más aparentes son todos excandidatos de 2011 o 2006 (García, K. Fujimori, Flores, Toledo, Kuczynski, Castañeda y otros), y ninguno despierta grandes entusiasmos. A diferencia del outsider de 2006 y 2011, el hoy presidente Humala, ahora el ánimo no parece estar marcado por aspiraciones “refundacionales”; por ello, el outsider podría esta vez no ser antisistema.

La figura del outsider se ha naturalizado en la política peruana porque la política misma se ha vaciado de sentido. Solo partidos con cierta historia (APRA, PPC, AP, algunos sectores de izquierda, y luego el fujimorismo y Perú Posible después de ser gobierno), pueden decir que cuentan con un núcleo de militantes, cuadros y operadores capaces de mostrar una mínima coherencia; pero incluso ellos, en funciones de gobierno, han funcionado privilegiando la convocatoria a figuras independientes con agendas distintas a las partidarias, y han padecido de una clamorosa falta de operadores y liderazgos políticos capaces de implementar iniciativas gubernamentales. Todo lo cual lleva a algunos a pensar que no se necesita un partido para gobernar, y que gobernar es poco más que asumir la función de un head hunter eficaz. Mucho más si no se aspira a salir de los límites del modelo económico-político-institucional imperante, y las propuestas se ubican fundamentalmente en el terreno de los valores: honestidad, transparencia, sensibilidad, compromiso, decisión.


Sin embargo, la aspiración de crear un movimiento político lleno de personas honestas y bien intencionadas, y la creencia de que eso sería suficiente para gobernar bien no es más que una ilusión, y de eso deberían tomar nota los aspirantes a outsiders si no quieren convertirse rápidamente en la encarnación de aquello que hoy creen rechazar. Gobernar requiere, tarde o temprano, recurrir a personas con experiencia, y todos los que la tienen la adquirieron en alguno de los gobiernos anteriores o en algunos de los partidos vilipendiados; requiere también de operadores políticos más allá de técnicos independientes, si no se quiere caer en la inoperancia; y abrir esas puertas implica casi fatalmente dejar espacios por donde se colarán personajes con intereses personalistas (los López Meneses del mañana, que son los Almeydas o Quimpers de hoy). Así, el outsider está atrapado entre la “limpieza” y renovación que lleva a la parálisis y a la ineficiencia, y el riesgo de ser cooptado por viejas estructuras, que le quitan su novedad.

Frente a esto, los outsiders tienen exactamente la misma tarea que los partidos: organizarse con tiempo, asumir la tarea en serio, no improvisar. El problema es que la lógica de las campañas electorales (mientras más corta mejor) va en contra de la lógica del buen gobierno.

Caricatura de Carlín tomada de aquí.

lunes, 9 de diciembre de 2013

¿Qué es nación? (2)

Artículo publicado en La República, domingo 8 de diciembre de 2013

Hace tres semanas comenté sobre el último libro de Hugo Neira, ¿Qué es nación? Quería seguir con el tema, pero temas de la “coyuntura” se interpusieron. El libro de Neira es muy bienvenido porque, me parece, solemos manejar nociones muy desencaminadas de la idea de nación y de la identidad nacional peruana, que debemos poner en discusión, y para esto el libro ofrece herramientas útiles.

Hay una manera de pensar el Perú que podríamos llamar “primordialista”: existiría algo así como lo “verdaderamente peruano”, anclado en una raíz andina prehispánica, en donde lo “foráneo” o “extranjero” tiende a verse con desconfianza y como una pérdida de “autenticidad”. No seríamos una nación porque estaríamos “sojuzgados” por elementos “extraños” (blancos, criollos, occidentales). Casi está demás decir que estas visiones esencialistas son la base de los nacionalismos más nefastos, que han generado guerras, autoritarismos, “limpiezas étnicas”. El “etnocacerismo” sería nuestra versión local de esto. Otras visiones comunes, si bien se alejan de definiciones primordialistas también comparten ideas de nación basadas en alguna forma de homogeneidad: para ser nación no tendría que haber desigualdad, deberíamos contar con valores o intereses comunes, y dada la fragmentación y desigualdad del país, no seríamos “todavía” una nación. Al respecto es pertinente la discusión que plantea Neira en su “rescate” del austríaco Otto Bauer, sobre la influencia del marxismo convencional en cierto menosprecio del tema nacional, para privilegiar consideraciones clasistas o socioeconómicas.

Hace bien Neira en cuestionar estas ideas, y llamar la atención, siguiendo a Gellner, Hobsbawm y otros, que las naciones son en realidad construcciones modernas, en donde la voluntad política de las elites, los liderazgos, resultan fundamentales; así, los nacionalismos crean a las naciones, no al revés. También al apuntar que las naciones no tienen porqué ser homogéneas: pensar en el caso de la India, con su diversidad de idiomas, religiones y castas; y que es posible conciliar lo más “tradicional” con lo más “moderno”, como ocurrió en Japón. Para todo esto, es clave el papel que juega la escuela pública: tanto para generar igualdad de oportunidades, como para proponer una narrativa incluyente y veraz históricamente de lo que somos como nación.

Si los nacionalismos construyen la nación, ¿a qué tipo de nación deberíamos aspirar? A estas alturas, parece claro que cualquier definición debería aspirar a ser democrática, pluralista, incluyente, en donde nuestra diversidad sea vista con justicia como uno de nuestros más valiosos activos, en donde lo tradicional se articule con lo moderno, y lo nacional con lo global. Como dijera José María Arguedas, “no por gusto (…) se formaron aquí Pachacámac y Pachacútec, Huamán Poma, Cieza y el Inca Garcilaso, Túpac Amaru y Vallejo, Mariátegui y Eguren, la fiesta de Qoyllur Riti y la del Señor de los Milagros; los yungas de la costa y de la sierra…”.

¿Bicameralismo?

Artículo publicado en La República, domingo 1 de diciembre de 2013

Se discute actualmente en el Congreso la propuesta de volver a una organización de dos cámaras, con diputados y senadores.

Podría decirse que los Congresos bicamerales son mejores en países heterogéneos y complejos, por dos razones: primero, porque permiten combinar formas de elección de representantes (unidades territoriales más pequeñas en diputados y unidades más grandes o funcionales en senadores) y diferenciar funciones. Segundo, hacen que el proceso legislativo requiera de más negociación y búsqueda de acuerdos: esto hace que la producción de leyes sea más lenta, pero que los resultados sean más estables. Congresos unicamerales serían más propios de países pequeños y homogéneos.

Sin embargo, considero que deberíamos partir por preguntarnos en qué medida los problemas de representación y de funcionamiento de nuestro Congreso se resuelven mediante el bicameralismo, y cómo evitar que, por el contrario, se magnifiquen. Las respuestas, lamentablemente, no son claras.

Podría decirse que en nuestro Congreso unicameral hay un exceso de producción legislativa, que algunas leyes se aprueban sorpresivamente sin el examen y la análisis necesario; esto podría enfrentarse con una cámara de senadores, pero también hay mecanismos más sencillos. Por ejemplo, el reglamento del Congreso debería ser más exigente y establecer un proceso legislativo más claro, transparente y predecible, con agendas bien delimitadas.

¿Necesitamos combinar mecanismos de representación? ¿Tener junto a los congresistas electos en departamentos otros electos en una circunscripción nacional? ¿Queremos que los partidos puedan hacer ingresar al Congreso a cuadros valiosos que no necesariamente pueden ganar una elección departamental? Correcto, pero para esto no se necesita de otra cámara, podría adotarse un sistema electoral mixto como el alemán, en cuyo Bundestag hay representantes elegidos tanto por circunscripciones territoriales como por listas partidarias.

Por último, cambios como estos, ¿mejorarían el funcionamiento y la legitimidad de nuestro Congreso? Solo parcialmente. Porque el problema de fondo está en que la mayoría de nuestros partidos no tienen cuadros o militantes que sigan un programa definido, sino que son vehículos para intereses personalistas. Y con el hecho de que nuestro Congreso es poco relevante para los intereses inmediatos de sus representados: esto se evidencia en el escaso protagonismo del Congreso en la aprobación de la ley de presupuesto. En países con Congresos más fuertes, los representantes se legimitan porque son capaces de negociar con el poder ejecutivo líneas del gasto público relevantes para sus regiones. En la actualidad, esa negociación se da a través de los presidentes regionales, haciendo que los congresistas departamentales se queden con funciones de intermediación de poca monta. Dicho sea de paso, ambos problemas sólo se acentuarían con una lógica de distritos uninominales, propuesta por algunos.

Ver también:

Martín Tanaka: Democracia sin partidos. Perú, 2000-2005. Los problemas de representación y las propuestas de reforma política.Lima, Instituto de Estudios Peruanos, 2005.