miércoles, 21 de mayo de 2014

¿Y los políticos?

Artículo publicado en La República, domingo 18 de mayo de 2014

En las últimas dos semanas en esta columna he señalado que gran parte de las decisiones políticas y de políticas públicas descansan en actores que escapan relativamente al debate y escrutinio público: jueces, fiscales, firmas de abogados, empresas de consultoría empresarial y de comunicaciones. A esta lista habría que añadir a diversos organismos internacionales, de los que intentaré comentar algo más adelante.

En este contexto, ¿a qué se dedican los políticos? La respuesta parecería tener una respuesta obvia, pero no la tiene. En este momento actual, en el que los actores políticos empiezan a entrar en el frenesí preelectoral, es oportuno ensayar respuestas.

Para ser justos, conviene empezar diciendo que sí hay políticos que toman decisiones, y que pueden marcar grandes diferencias en la orientación de los gobiernos: pero se trata un grupo cada vez más pequeño. En otros contextos, un presidente, por ejemplo, toma decisiones consultando a los líderes de su partido, a una Comisión Política, a un Gabinete de asesores políticos. Hoy ni siquiera eso, como lo atestiguan los gobiernos de Humala o García, por ejemplo.

Luego tenemos a la gran masa de postulantes a elecciones, que pasan indistintamente por diferentes partidos nacionales, movimientos regionales, organizaciones locales y cualquier entidad capaz de postular candidatos, en todas las combinaciones de colores y niveles imaginables. Salvo una ínfima minoría que postula motivado por consideraciones ideológicas, podría decirse que la gran mayoría busca, simplemente, ser elegido y desarrollar una carrera política. Ser político no implica como en el pasado luchar por un programa, sino convertirse en un intermediario mínimamente eficaz. Una suerte de broker. Ciertamente, esto es consecuencia de las lógicas antiideológicas y antipolíticas que se han impuesto es nuestra cultura política. Esto prácticamente empuja a una dinámica de representación con tintes clientelísticos: obras o cargos públicos o tramitación de pedidos a cambio de apoyo político. En un contexto en el que el presupuesto público se ha prácticamente triplicado entre 2003 y 2013 el frenesí electoral cobra sentido.

Así, para los partidos nacionales, sin cuadros políticos, las elecciones regionales y municipales son apenas vitrinas en los cuales buscar posicionar sus “marcas”, y prepararse para las elecciones de 2016; y para los postulantes a presidencias y consejos regionales, alcaldías y regidurías, la esperanza de ser reconocidos en algunos bolsones electorales como mediadores eficaces y desarrollar una carrera política como tales.

En este contexto, creer que se fortalecerá a los partidos nacionales mediante una reforma política con regulaciones más exigentes o el rediseño de distritos electorales suena bastante ingenuo. Sin negar que algo habría que hacerse, el problema de fondo es que la política se ha vaciado de contenido. Habría que empezar por ahí para pensar en qué hacer.

Nuevos poderes políticos

Artículo publicado en La República, domingo 11 de mayo de 2014

La semana pasada comentaba cómo la debilidad de los partidos se expresa también en su menor relevancia como organizadores del juego político; correlativamente, otros actores adquieren creciente importancia en la determinación del rumbo de las políticas públicas, de las decisiones de Estado y de gobierno. Hablaba de los abogados, sus gremios y sus firmas; la burocracia del Poder Judicial; y de fiscales y jueces.

Sigamos esta pista un poco más. Fiscales y jueces deciden cada vez más sobre temas de gran importancia política, pero también, con un perfil más bajo, firmas de abogados. En tanto la administración y la normatividad pública se ha hecho exageradamente frondosa, y en tanto todos los funcionarios temen enfrentar sanciones, los abogados y sus firmas o estudios resultan siendo cruciales. Esto no tendría nada de particular si es que por encima de ellos hubiera liderazgo y objetivos claros, que obedecen a un plan de gobierno bien establecido, de manera que funciona un mínimo mecanismo de rendición de cuentas. El problema está en que, en ausencia de liderazgos e ideas, las decisiones del gobierno son altamente vulnerables a presiones y la acción de grupos de interés, que pueden compartir los mismos abogados. Es por ello imprescindible echar luz y hacer más transparente el ámbito de la asesoría jurídica gubernamental, porque podría encubrir serios conflictos de interés.

La falta de ideas y de equipos en los partidos en el gobierno hace que cada vez más profesionales independientes, del sector privado, entren al sector público; así, consultores y asesores empresariales asumen responsabilidades en ministerios y agencias, y es fácil caer en conflictos de interés. Es lo que se discute en las últimas semanas a partir de los casos del Presidente de Consejo de Ministros René Cornejo y del Ministro de Energía y Minas, Eleodoro Mayorga.

Pero algo similar ocurre con la asesoría en comunicaciones. La falta de liderazgo genera problemas de comunicación, que intentan ser suplidas contratando estos servicios. Estas empresas tienen naturalmente también clientes en el sector privado. El problema es que, ante la ausencia de ideas claras en el liderazgo político, la asesoría comunicacional puede devenir en asesoría política. Esto se complica más cuando miembros de estas empresas son periodistas en ejercicio. Pueden colisionar fácilmente intereses privados, particulares y públicos.

Con todo esto no quiero plantear una teoría conspirativa, que todas las decisiones de gobierno en realidad se gestan totalmente de espaldas a la opinión pública por parte de actores que no están sujetos a rendición de cuentas. Sí que, dada la debilidad de los partidos, adquieren importancia desmedida personajes y empresas que brindan servicios especializados de asesoría que requieren hacer más transparente su funcionamiento, para evitar suspicacias e influencias indebidas. Se necesita más investigación al respecto.

viernes, 9 de mayo de 2014

La política de jueces y fiscales

Artículo publicado en La República, domingo 4 de mayo de 2014

En estos días hemos asistido a un conflicto entre el Tribunal Constitucional y el Consejo Nacional de la Magistratura en torno a la designación de nuevos Fiscales Supremos. Los cuestionamientos a la labor del Tribunal, además, nos recuerdan que el Congreso aún no nombra a sus nuevos miembros, inclumpliendo sus deberes constitucionales. Estos problemas se asocian a la intervención de intereses políticos sobre el funcionamiento de jueces y fiscales que, se supone, actuarían según criterios jurídicos, no políticos.

En realidad, es una ficción asumir que jueces y fiscales actúan exclusivamente “según derecho”. Jueces y fiscales son ciudadanos con simpatías políticas inevitables y, además, las diferentes maneras de entender y aplicar el derecho están atravesadas por consideraciones que podríamos calificar de ideológicas: hay concepciones del derecho más conservadoras y más progresistas, más minimalistas y más intervencionistas, más abiertas a derechos de propiedad o a derechos sociales, etc.

Al mismo tiempo, en toda la región, la contracara del debilitamiento de la política como espacio de negociación y de los partidos como sus protagonistas, ha sido el fortalecimiento de instancias judiciales como espacio de toma de decisiones. Esto también se explica, ciertamente, por desarrollos ocurridos en contextos democráticos: la necesidad de institucionalizar el sistema político, así como la búsqueda de legitimidad, ha llevado a una constante producción normativa y a una lógica de reconocimiento de derechos, con lo que son cada vez más frecuentes controversias de alto contenido político en torno a la aplicación efectiva y correcta interpretación de las normas. Esto le da cada vez más importancia a actores cuya conducta resulta opaca a la opinión pública: los abogados, sus gremios y sus firmas; la burocracia del Poder Judicial; y por supuesto, los fiscales y jueces.

Ha llegado el momento de hacer transparente la actuación de estos actores. Así como debe ser transparente la trayectoria de los aspirantes al Congreso, necesitamos también hacer transparentes las conductas de fiscales y jueces, cuyas decisiones nos afectan a todos: el tipo de formación que han tenido, el perfil de su carrera profesional, sus principales clientes, el tipo de sentencias que han expedido, etc.

Luego está el tema de cómo definir sus nombramientos y controles. En general, en los países que “sinceran” la naturaleza política de todo esto, los nombramiento requieren de mayorías calificada en el Congreso, para forzar la construcción de consensos o acuerdos políticos. Ese criterio rige los nombramientos del Tribunal Constitucional peruano: el problema no es la regla, sino la mala calidad de nuestra representación. De otro lado, sigue siendo cierto que la carrera judicial no atrae los mayores talentos que egresan de las universidades: así, detrás de males sentencias o conductas no siempre hay corrupción o presiones indebidas, sino simplemente, incompetencia.

Los hijos del limo

Artículo publicado en La República, domingo 27 de abril de 2014

El 31 de marzo pasado se celebraron los cien años del nacimiento del mexicano Octavio Paz, Premio Nobel de literatura de literatura de 1990. Se ha escrito tanto y tan bien sobre Paz, que uno siente que tiene muy poco o nada que añadir. Quiero por eso comentar sobre un libro de Paz, que me parece que no ha merecido la atención que merece: me refiero a Los hijos del limo (1974). Si bien el poeta Paz es notable, también lo es el Paz ensayista, y fundamental su papel como intelectual para todos los latinoamericanos. En este libro Paz integra todas estas dimensiones.

En un impresionante despliegue de erudición, Paz estudia la poesía moderna haciendo un itinerario que parte de los románticos ingleses y alemanes, pasa por el simbolismo francés, llega al modernismo hispanoamericano, y termina en las vanguardias del siglo XX. Pero no es un trabajo académico, “sino una exploración de mis orígenes y una tentativa de autodefinición indirecta” en tanto poeta hispanoamericano. El libro puede leerse como un ajuste de cuentas y una fundamentación de su identidad y trayectoria intelectual.

Para Paz la poesía moderna es parte de la modernidad, pero también su crítica y negación. “Desde su origen la poesía moderna ha sido una reacción frente, hacia y contra la modernidad: la Ilustración, la razón crítica, el liberalismo, el positivismo y el marxismo”. Modernos críticos de la modernidad: “de ahí la ambigüedad de sus relaciones —casi siempre iniciadas por una adhesión entusiasta seguida por un brusco rompimiento— con los movimientos revolucionarios de la modernidad, desde la Revolución francesa a la rusa”.

En su crítica al racionalismo, los poetas “redescubren una tradición tan antigua como el hombre mismo y que, transmitida por el neoplatonismo renacentista y las sectas y corrientes herméticas y ocultistas de los siglos XVI y XVII, atraviesa el siglo XVIII, penetra en el XIX y llega hasta nuestros días. Me refiero a la analogía, a la visión del universo como un sistema de correspondencias y a la visión del lenguaje como el doble del universo”. Pero también los proyectos revolucionarios modernos son ambiguos: “el tema mítico del tiempo original se convierte en el tema revolucionario de la sociedad futura. Desde fines del siglo XVIII y señaladamente desde la Revolución francesa, la filosofía política revolucionaria confisca uno a uno los conceptos, valores e imágenes que tradicionalmente pertenecían a las religiones”. El marxismo aparece como la versión secularizada del cristianismo y la promesa de la redención futura. La segunda vuelta de cristo es la revolución.

Al final, Paz se presenta como un poeta moderno hispanoamericano, crítico del capitalismo pero también de los sueños revolucionarios. Frente a las utopías liberadoras, nos propone “edificar una Ética y una Política sobre la Poética del ahora. La Política cesa de ser la construcción del futuro: su misión es hacer habitable el presente”. Cuán vigente y deslumbrante sigue siendo este libro.

El funeral de Gabriel García Márquez

Artículo publicado en La República, domingo 20 de abril de 2014

El talento literario de García Márquez era tan grande que inventó una América Latina. No por nada entre las referencias del autor aparecen los cronistas de indias. Construyó un mundo primordial, del que podría decirse, como al inicio de Cien años de soledad, que “el mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo”. Su narrativa empezó a nombrar las cosas con tal persuasión que construyó toda una imagen de América Latina. En su discurso de aceptación del premio Nobel, García Márquez señala que entiende su premiación como consecuencia de la atención de la Academia Sueca a la “realidad descomunal” de América Latina, “esa patria inmensa de hombres alucinados y mujeres históricas, cuya terquedad sin fin se confunde con la leyenda”. Para García Márquez, “el nudo de nuestra soledad” ha sido “la insuficiencia de los recursos convencionales para hacer creíble nuestra vida”. Esa realidad inclasificable habría hecho inútiles “los talentos racionales”, que se habrían quedado “sin un método válido para interpretarnos”. América Latina tendría por ello que construir un camino original: así, sus tentativas de cambio social, se harían con “métodos distintos”, propios de “condiciones diferentes”.

En 2011, Jorge Volpi escribió que esa manera de entender América Latina tuvo su apogeo en 1982, con el nobel a García Márquez, y tuvo su réquiem en 2010, con el nobel a Mario Vargas Llosa. El brillo de García Márquez opacó otras visiones de América Latina, como las que proponían Octavio Paz o Vargas Llosa; o en medio de ambos extremos, Carlos Fuentes (o en otra dimensión, Jorge Luis Borges). Sin embargo, en medio de sus diferencias, muchas cosas los unían: el interés por América Latina como región, su papel como intelectuales públicos, su cercanía a la política, su capacidad para hablar como latinoamericanos, no solo como nacionales. Con el tiempo, lo latinoamericano se entiende cada vez menos como lo garcíamarquezco; lo incluye, pero va mucho más allá; implica también una dimensión más “normal”, más “occidental”, por así decirlo. Digamos que en los últimos años América Latina aparece definida más como un “extremo occidente”, siguiendo la idea de Alain Rouquié. Y los escritores son cada vez menos intelectuales públicos, y son desplazados por los especialistas. Por estas razones, Volpi declara provocadoramente la extinción de lo latinoamericano.

Podríamos estar de acuerdo con Volpi en que, con el funeral de García Márquez, termina una manera de entender lo latinoamericano. Sin embargo, parece exagerado decretar también los funerales de la idea de América Latina. Ocurre que ahora debemos entenderla como la región de la mayor diversidad, la otra cara de su mayor desigualdad. Occidental, sí, en su configuración general, pero con raíces propias, vivas y vigentes que la hacen particular. Pocos como García Márquez con el talento para dar cuenta de eso que nos hace únicos.