lunes, 5 de octubre de 2015

Con la palabra desarmada

Artículo publicado en La República, domingo 6 de setiembre de 2015

No debería pasar desapercibida la publicación de Con la palabra desarmada. Ensayos sobre el (pos)conflicto, de Alberto Gálvez Olaechea (Lima, Fauno eds., 2015). El libro aparece coincidiendo con su salida de prisión, después de 27 años de encierro, a los 62 años, condenado por delito de terrorismo, al ser miembro del Comité Ejecutivo Nacional del Movimiento Revolucionario Túpac Amaru (MRTA). Fue detenido en 1987, a los 33 años; fue parte de la fuga del penal Castro Castro a través de un túnel a inicios de julio de 1990, y fue recapturado en mayo de 1991. En enero de 1992 renunció al MRTA, tras el asesinato de Andrés Sosa, resultado de disputas internas.

El libro compila cuatro ensayos escritos por el autor en torno al trabajo de la Comisión de la Verdad y Reconciliación; dos componen la mayor parte del mismo. El primero, de abril de 2003, fue presentado como balance personal de la actuación del MRTA ante la CVR; el segundo, de marzo de 2004, es un comentario al Informe Final.

Gálvez se convierte en interlocutor al señalar que “al renunciar al MRTA hace más de veinte años lo hice también a toda forma de acción que no fuera mi palabra desarmada” (p. 14). A lo largo de sus páginas uno puede discrepar de las evaluaciones del autor, pero no podría negar un esfuerzo honesto por dar cuenta de su trayectoria y la del MRTA, cuestión necesaria para que los sucesos de violencia que vivimos no se repitan. Podría decirse que el texto muestra ambigüedades propia de alguien que afirma que “no niego la gravedad de mi actos ni la magnitud de mis errores, pero tampoco reniego de las opciones esenciales de mi vida. No pretendo aquí defender, minimizar, justificar o negar nada; solo trato de comprender y explicar” (p. 14). Así por ejemplo, el autor se esfuerza en resaltar las diferencias entre el MRTA y Sendero Luminoso, y reclama parentesco con otros grupos guerrilleros que luego se incorporaron exitosamente al juego democrático, como el Frente Amplio uruguayo, el sandinismo nicaragüense o el Farabundo Martí de El Salvador; sin embargo, a mi juicio tiende a minimizar la gravedad de acciones terroristas, la práctica de secuestros, toma de rehenes y asesinatos selectivos perpetrados por la organización que dirigía.

Con todo, resultan muy aleccionadoras para el país las conclusiones a las que llega Gálvez: “exacerbar los conflictos sociales a través (…) de la violencia (…) abre el camino de procesos impredecibles, a veces perversos y contradictorios con el ideal enarbolado” (p. 93-94); “que el voluntarismo vanguardista –la formación de grupos autoproclamados dirigentes o portadores de (…) ‘la línea correcta’- es no solo falaz sino peligroso cuando estos grupos se alzan en armas”; y que “en todas las circunstancias debemos estar del lado de los oprimidos, pero sin perder de vista que están hechos del mismo barro que los opresores (…) esas gentes de carne y hueso tienen que hacer y vivir su propia historia, y nadie hacerlo en su nombre” (p. 94).

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